Atlántico Sur (54º 21’S. – 37º 57’O.), viernes 7 de octubre.

Azul oceánico y albatros.

Después de una larga espera, el 1 de octubre zarpamos de Puerto Stanley. Pero primero tuvimos que pasar un riguroso control de la policía portuaria para comprobar que toda nuestra documentación estuviera en regla (permisos y certificaciones medioambientales IAATO). En torno a las 17:30 por fin sellaron nuestros pasaportes y nos autorizaron la salida.

La tarde anterior también nos habían visitado las autoridades biosanitarias, que revisaron a fondo el barco y nuestro equipaje, para asegurarse que no portábamos ninguna especie foránea animal o vegetal que pudiera suponer una amenaza para el frágil equilibro ecológico de las Georgias del Sur. En este sentido, ha sido la inspección más exhaustiva que he vivido en pro de garantizar que nuestra visita no produzca afección alguna a las especies de este santuario natural al que nos dirigimos. Para hacernos una idea de la conciencia y responsabilidad con la que se está gestionando este territorio, cabe recordar la exitosa campaña de erradicación de la rata. Recientemente, tras seis años de duro trabajo y doce millones de euros invertidos, lograron exterminar a este agresivo roedor que se nutría de los pollos y huevos de las diversas especies de pingüino que anidan en las escarpadas costas de estas islas. La rata llegó con los barcos balleneros hace más un siglo y se adaptó, y de la misma  manera que en las Islas Canarias los gatos asilvestrados son una amenaza para el lagarto gigante, aquí las ratas llevaron a algunas especies al borde de la extinción.

Los días de navegación se hacen largos pues el velero es pequeño y la mayor parte del día el movimiento del mar y el frío nos obliga a estar en el interior. Entonces los cristales se empañan; los limpio siempre con la ilusión de descubrir algo. Sé que aún no puede ser tierra, pero quizás sí el vuelo sobre las olas de albatros y petreles que surfean tanto el agua como el aire con una naturalidad asombrosa. Pienso en la mirada con la que nos observan, probablemente como a extraños que somos en su mundo de agua y sal.

Pasamos buena parte de las horas conversando, leyendo, escribiendo, grabando, comiendo, contemplando, esparramando la vista sobre el océano, durmiendo… y de nuevo vuelta a empezar.

A veces el viento amaina y entonces el océano se calma, permitiéndome salir a cubierta para disfrutar de un aire fresco y húmedo. Entonces me recreo en el color del océano, que aunque suele ser intenso varía en función de cómo esté el cielo; a veces es azul marino, mejor dicho oceánico, pero también llega a ser azul petróleo e incluso gris grafito. En ocasiones el sol brilla sobre el agua y es imposible mantener la vista hacia el horizonte por la excesiva luz reflejada; horas más tarde el agua se torna  oscura, tanto que sobrecoge el alma e invita a entrar a la seguridad del barco. Así es el mar aquí, luz y sombra, así fue para los primeros exploradores que se atrevieron a cruzarlo; vida y muerte en los confines del planeta.

A veces me pregunto qué me une a ellos, a los pioneros, a quienes dedicaron su vida a explorar los últimos confines de la Tierra, como pudo ser Sir Ernest Shackleton. Y cuanto más viajo, cuanto más tiempo paso alejado de las comodidades y de la seguridad de mi entorno afectivo, más claro tengo que aquellos hombres también necesitaban la aventura para encontrarse, pues aquí, a pesar de estar lejos de los demás, es donde más cerca me encuentro de mi mismo. Por supuesto que disfruto del  hogar y de mi gente, pero siempre ansío la naturaleza salvaje, donde la libertad es palpable cada día y no una mera ilusión, por eso me encanta sentir el viento en la cara y aunque el sol y la sal cuarteen mi rostro, sentir que mi sonrisa es plena. Esa  íntima sensación de plenitud me hace sentirme más animal aún, precisamente en un territorio que es fundamentalmente de ellos y no nuestro.

Juan Diego Amador