En el mundo de la aventura siguen quedando lugares tan atractivos como inhóspitos, aislados y complicados de llegar, uno de ellos es las Islas Georgias del Sur (Antártida). En este diminuto archipiélago austral tuvo lugar uno de los episodios más heroicos de la exploración polar clásica, de la mano de Sir Ernest Shackleton. Este momento y este lugar inspiraron mi última expedición.
Mi historia personal con este célebre aventurero se remonta a veinte años atrás. En octubre del 2002 coroné mi primer ochomil (Cho Oyu - 8.201m) y al regreso mis padres me regalaron “Atrapados en el Hielo”, de Caroline Alexandre, maravillosa novela cronológica sobre la Expedición Transantártica. El texto y las fotografías me resultaron muy evocadoras, pero la verdadera motivación me llegó de la dedicatoria: “tus triunfos los hacemos nuestros”. Sin duda era un buen comienzo para una futura aventura.
Durante este tiempo he podido visitar buena parte de las cordilleras del planeta, he ascendido a tres ochomiles, finalicé el proyecto de las 7 Cimas, estuve en el corazón de la Antártida, recorrí grandes extensiones de hielo y coroné un 6.000 virgen, pero mi brújula seguía soñando con el Atlántico Sur. Han tenido que pasar dos décadas para que se me presentara la posibilidad de organizar este extraordinario viaje a los mares australes; algunos lo llaman suerte, para mi ha sido el momento en el que han coincidido mi preparación con la oportunidad.
Alex Txikon, amigo y compañero de Trangoworld me visitó en Tenerife hace un año. Estuvimos escalando unos días y por supuesto hablando de planes de futuro. Al hablarle de las Georgias del Sur me comentó que tenía un buen contacto y desde entonces nos pusimos a trabajar para reunir a un grupo de compañeros con los que compartir gastos y aventura. Finalmente el equipo estaría formado por Ignacio de Zuluaga, Juan Manuel Sotillos, Riccardo Franchellucci, Rafael Velázquez, Domingo Rodríguez y yo. Lamentablemente Alex no pudo embarcar por cuestiones de agenda.
Desde un principio tuve claro que quería hacer alguna actividad que estuviera relacionada con Shackleton, quien hizo cuatro viajes a la Antártida, el más significativo en 1914. Ese año, el capitán y los veintiséis hombres que formaban la tripulación del Endurance partieron del Reino Unido con el firme propósito de realizar la primera travesía integral del continente helado, concretamente entrar por el Mar de Weddell y salir por el Mar de Ross. Sin embargo, a pocos días de cruzar el círculo polar antártico su barco quedó atrapado en la banquiza de hielo, derivando durante meses a merced de las corrientes.
Frustrado su objetivo, Shackleton puso todo su empeño en salvar a sus hombres. Sobrevivieron seis meses sobre los témpanos hasta que el Endurance no pudo resistir la presión del hielo y herido de muerte naufragó en octubre del 2015. Pero lo peor estaba por llegar.
El verano austral fue derritiendo los témpanos y se vieron obligados a embarcar en los botes salvavidas para intentar llegar a tierra firme. Hacinados, muertos de miedo y de frío, remaron hacia el norte con la esperanza de llegar a la Península Antártica. Al fin, tras muchos días de angustia e incertidumbre, arribaron en la Isla Elefante. Pero la verdadera salvación distaba aún 1300 km al norte, en la Isla de San Pedro (Georgias del Sur), el último punto que visitaron antes de salir hacia la Antárdida. Shackleton dejó a veintitrés de sus hombres esperando en Isla Elefante y junto a cuatro marineros emprendió el peor viaje realizado jamás en estos mares.
Tras dos semanas llegaron a la costa oeste de la isla principal, desde donde emprendieron la travesía hacia el este, cruzando varios glaciares y la línea de cumbres central, para finalmente llegar a la estación ballenera de Stromnees. Habían pasado tres años desde que el Endurance zarpó del puerto de Plymouth, en el suroeste de Inglaterra, donde hacía tiempo los daban por desaparecidos.
A priori, la idea de ir a las Georgias del Sur puede resultar disparatada; se trata de un destino donde la soledad, la exposición y el compromiso son máximos, más que en el propio Himalaya, pues las islas están deshabitadas, la población más cercana está a 1300 km y no existe la posibilidad de rescate. Pero este ha sido mi tercer viaje a las regiones australes; primero a la Antártida, luego al Hielo Patagónico Norte y ahora a las Georgias del Sur. En cada una de estas expediciones he aprendido detalles fundamentales para afrontar una aventura en estos territorios con ciertas garantías de éxito: el diseño de la logística, la elección del material, el manejo de las técnicas de supervivencia en condiciones invernales, la previsión meteorológica y la orientación en condiciones de nula visibilidad.
Nuestra expedición comenzó el 1 de octubre en Puerto Stanley (Malvinas). Desde allí navegamos durante una semana las 700 millas náuticas (1200km) que distan hasta las Georgias del Sur. Pero antes tuvimos que pasar un riguroso control de la policía portuaria para demostrar que toda nuestra documentación estaba en regla (permisos, certificaciones medioambientales IAATO, etc.).
Durante los días en el velero reviví emociones que creía olvidadas, cómo la incertidumbre que sentí la primera vez que fui al Himalaya por saber que estaba en un mundo al que no pertenecía. También en el océano era un intruso indefenso en un mundo extraño, donde la vida depende del juego de fuerzas naturales sombrías, que si quieren se burlan de nuestra ingenua superioridad.
La vida en el barco adquiere su propia cotidianeidad. Es muy importante mantener unas rutinas y unos horarios, por mantener el orden y conservar los ánimos, así como unas mínimas normas de convivencia: luces, ruidos, limpieza, etc. De alguna manera hay cierto paralelismo entre los días de mal tiempo en un campo base y la convivencia en un velero.
Cuando el viento y el oleaje me lo permitían salía a cubierta para disfrutar del aire fresco y húmedo. Me recreaba en el color del océano, que variaba en función del cielo; a veces azul marino, mejor dicho oceánico, pero también azul petróleo e incluso gris grafito. En ocasiones el sol brillaba sobre el agua y era imposible mantener la vista hacia el horizonte por la excesiva luz reflejada; horas más tarde el agua se tornaba oscura, tanto que me sobrecogía el alma.
Las condiciones de navegación durante la travesía de ida fueron favorables, con viento de popa entre 20 y 30 nudos que nos permitió llegar a las Georgias del Sur tras seis días en el mar. Sin embargo, el último día el tiempo cambió drásticamente.
Nuestra idea original era acceder a la isla por el oeste y desembarcar en la Bahía del Rey Haakon. Pero lamentablemente la previsión meteorológica indicaba la llegada de una profunda borrasca. A medida que nos acercábamos a la isla las olas fueron creciendo, hasta superar los tres metros. En estas condiciones era muy arriesgado continuar con nuestro plan, así que decidimos buscar refugio en la costa noreste, con más abrigos naturales. Finalmente pudimos entrar a Bahía Possession, un fiordo suficientemente protegido del viento dominante, solo quedaba tener paciencia.
Necesitamos al menos tres días para hacer la travesía de Shackleton, y el pronóstico hablaba de escasas cuarenta y ocho horas de ligera mejoría y luego una nueva borrasca. Y es que así es el clima en el Atlántico sur, extremo y muy difícil de predecir debido a la escasa red de datos meteorológicos.
Finalmente, el miércoles doce de octubre decidimos ponernos en marcha; preparamos el bote inflable y porteamos todo el equipo hasta la orilla. Para nuestra sorpresa, nada más arrancar el motor, apareció una foca leopardo, famosas por su comportamiento agresivo. Me pregunté si nos estaría persiguiendo por pura casualidad o con otro tipo de intención.
Una vez en tierra firme inflamos los Packraft Mekong, pues entre otros propósitos queríamos hacer la primera travesía a las Georgias con esta embarcación que a la vez sirve de trineo.
En torno a las diez de la mañana comenzamos a progresar sobre el glaciar y fuimos ganando altitud. Repentinamente Rafa se empezó a retrasar y por seguridad decidí esperarlo, pues una densa niebla empezaba a cubrirnos. Me comentó que estaba sintiendo un dolor intenso en el abdomen que le recordaba a los síntomas de una hernia inguinal que había padecido años atrás. Le recordé que no debía olvidar que estábamos en el peor lugar del mundo para tener una urgencia hospitalaria y finalmente, con mucho pesar suyo y del grupo, decidió regresar al barco.
A 450m la niebla se fue disipando y pudimos disfrutar de una extraordinaria vista sobre Bahía Possesion con el barco fondeado. Dos horas más tarde y ya en horario de montar la tienda logramos alcanzar el Campo de Hielo Murray, a partir del cual la pendiente disminuyó hasta el famoso paso Razorback, uno de los primeros obstáculos que tuvo que rebasar Shackleton, a 600m.
Una norma que me auto impongo en este tipo de territorios tan comprometidos es montar la tienda con la luz del día, pues no solo hay que elegir el emplazamiento más llano posible, sino que hay que hacer muros, coger nieve para hacer agua y un largo protocolo que además de comodidad nos proporcione seguridad.
Al día siguiente nos levantamos a las 5:00 h. La noche había sido extremadamente fría y húmeda y todo amaneció escarchado. Dos horas después continuamos la travesía y al poco empezó a cerrarse el cielo y la presión atmosférica bajó bruscamente. Decidimos continuar, pues tanto en mi mapa como en el GPS tenía localizado un emplazamiento seguro y en el que podríamos atrincherarnos. En torno a las 15:00 h. llegamos a Razorback. Desde allí las vistas sobre la Bahía Antártica son realmente hermosas; el océano se adentra en un paisaje blanco donde el hielo cae directamente sobre el agua.
Nos llevó un par de horas más bajar hasta la gran planicie helada. Aprovechamos un pequeño descanso para comunicarnos con el barco y preguntarles sobre la previsión del tiempo. La información me cayó como un jarro de agua fría, nunca mejor dicho: definitivamente se adelantaba la borrasca. Las palabras del capitán fueron claras y concisas: “chicos, tienen que salir de ahí lo antes posible, viene un huracán y estará encima de ustedes en pocas horas”.
Rápidamente nos alejamos de las laderas más expuestas al riesgo de aludes y buscamos un lugar adecuado para montar el campamento. Excavamos un agujero para cada tienda y aprovechamos los bloques para construir unos muros. Además, hicimos una cueva de hielo de supervivencia, por si las tiendas no aguantaban los vientos superiores a 100 km/h que se esperaban. Sobre nuestras cabezas fue formándose una gran nube en forma de yunque, que es un indicio evidente de la llegada de mal tiempo.
En esos momentos sentí mucha tensión en algunos de mis compañeros y me salió comentarles que cuando plantamos cara al miedo, este se reduce, pero si nos quedamos paralizados, esperando sin hacer nada, el miedo crece. Por eso actuar siempre es la mejor opción, y en un par de horas habíamos finalizado el que se me antojó llamar Campamento Amparo.
Cuesta explicar y quizás entender, qué suponen estas condiciones meteorológicas en estos territorios australes, pero básicamente se trata de trabajar sin parar, para que la tormenta no te gane la partida.
El viernes día 14 de octubre el tiempo mejoró de manera repentina, el sol lució durante buena parte de la mañana y las cumbres nevadas brillaban sobre las nubes del valle. A medio día el cielo se abrió tanto que nos permitió secar algunas prendas que estaban maltrechas por el aguanieve de las jornadas anteriores. A media tarde, pudimos ver a lo lejos Antarctic Bay.
Aunque la llegada de esta pequeña bonanza sonaba esperanzadora, también me llenaba de incertidumbre, pues no se había cumplido ningún pronóstico meteorológico. Animados por la jornada soleada, nos retiramos a los sacos de dormir con todo preparado para continuar la travesía al día siguiente.
Sin embargo, durante la madrugada del sábado 15 una fuerte racha de viento me despertó. Rápidamente salí del saco, me puse la chaqueta y el pantalón y saqué la cuerda. Al mismo tiempo que fijaba las tiendas a cuatro puntos de anclaje con los piolets, mi compañero Ignacio siguió trabajando en el muro de contención que habíamos hecho para la primera noche. El viento aumentó hasta tal punto que apenas podíamos escucharnos. La tienda ondeaba como una bandera y, ya en el interior, apenas una fina membrana nos separa de uno de los peores tiempos que he visto en montaña.
Sin duda fue un día desolador, aún estábamos a mitad de ruta y el tiempo se empeñaba en no dejarnos continuar, o mejor dicho, nos lo empezaba a poner difícil para salir de allí. Por suerte el día fue pasando. A última hora comunicamos con el barco y nos confirmaron que el tiempo iba a mejorar el domingo 16.
Finalmente a las 4:30h. el día empezó a aclarar, no soplaba nada de viento e incluso pude ver algunas montañas que no sabía ni que existían. Con esas condiciones de estabilidad y visibilidad teníamos que ponernos en marcha. Desperté a mis compañeros y en una hora teníamos todo preparado para continuar.
Lo que vino después lo llamaría el caos, ese tipo de situaciones totalmente descontroladas donde poco puedes hacer más que apretar los dientes y tirar. Fueron tres de las horas más amargas que he vivido en montaña.
A los quince minutos de empezar a andar, el maldito viento hizo presencia de nuevo. Primero una ligera brisa que a los pocos minutos se tornó en intensas rachas. En ese momento valoré la posibilidad de volver a la cueva, pero sabía que teníamos que seguir ganando terreno para salir de aquella ratonera lo antes posible.
Al rato las rachas fueron tan intensas que no podíamos caminar erguidos. Nos doblábamos sobre nosotros mismos para ofrecer la menor resistencia posible al viento, y aun así con frecuencia nos teníamos que poner a cuatro patas. En pocos minutos el viento empezó a divertirse con nosotros, como si fuéramos muñecos de trapo con los que jugar a su antojo.
Poco después las rachas daban vueltas en el aire a mi packraft caprichosamente. Mientras luchaba porque no me lo arrancara del arnés, pude ver a Juanma salir suspendido y volar un par de metros. Estábamos en un huracán: vientos capaces de levantar a una persona el aire, lo que supone velocidades en torno a 120-140km/h.
Sentí miedo, o algo peor, pánico, de ese que te paraliza. Sobre todo porque en esas condiciones hay una parte de la seguridad que queda al azar. Sin quererlo estábamos jugando a la ruleta rusa en un lugar donde no podíamos lesionarnos. Ver a mi amigo tan indefenso y tan expuesto me conmocionó hasta tal punto que saqué todo el coraje y le grité que de allí íbamos a salir.
De repente escuché el aullido del viento contra las cumbres cercanas y no tuve tiempo a reaccionar. En un instante me sentí suspendido en el aire, había perdido un bastón y el viento me había arrancado las gafas de ventisca de la cara. Ahora sí que estábamos en una situación crítica; yo sin gafas de protección, vientos huracanados y el grupo dependiendo de mí.
Pude ver unas rocas a escasos quinientos metros. Algunos caminando y otros medio arrastrándose, pudimos llegar a un pequeño montículo que nos sirvió de resguardo. Casi instintivamente saqué la pala y me puse a excavar. Por suerte, Ignacio también tiene bastante experiencia y nos coordinamos perfectamente para ser eficientes. Una hora más tarde teníamos una nueva cueva de hielo y una nueva trinchera. Por su parte, Domingo, Juanma y Ricardo dieron todo de sí para colaborar con nosotros, sin duda el equipo estuvo a la altura de las circunstancias.
Comprobé el GPS y vi que sólo habíamos avanzado dos kilómetros en tres horas. Nuestro grado de compromiso y exposición habían sido absolutos así que lo mejor era volver a templar los nervios, recomponernos y reparar el equipo dañado. Esa noche me fui al saco de dormir agotado, sobre todo mentalmente, y recordando una de las célebres frases de Shackleton, cuando escribió que “ninguna persona que no haya transitado por aquellas soledades desoladas y hoscas, comprenderá completamente lo que los árboles y las flores, el césped salpicado de sol y los arroyos que corren significan para el alma de un hombre”.
A la mañana siguiente, después de valorar la meteorología y las condiciones de mis compañeros decidí esperar un día más, para luego lanzarnos lo más rápido posible a recorrer los siguientes diecisiete kilómetros de glaciares que nos separaban de Breakingwind Ridge, el último paso camino a Stromness.
El lunes 17, aún en la oscuridad de la madrugada, plegamos las tiendas y abandonamos nuestra última cueva. Con las primeras luces del amanecer nos adentramos en el Campo de Hielo Nineteen-Sixteen. En nuestras miradas se podía leer el temor a que la previsión nos jugara otra vez una mala pasada.
Durante los siguientes seis kilómetros la tensión fue palpable, el aire se podía casi cortar, no solo por el intenso frío, sino por el silencio con el que progresábamos. Cada uno en sus pensamientos, pero todos con un objetivo común: salir de aquel infierno blanco en que se había convertido nuestra ruta.
Una parada breve, un trago de agua, un par de fotografías y a seguir, esta era nuestra secuencia. A medio día nos adentramos en el Glaciar Fortuna, el último por cruzar. A los pocos minutos la nube se abrió tímidamente y pude ver a lo lejos Breakingwind Gap, collado natural que da paso a Bahía Fortuna. De nuevo la nube nos envolvió y tocó volver a la navegación con GPS. Bajé la cabeza, tracé un rumbo y marqué un ritmo. Cada pocos minutos miraba hacia atrás para comprobar que todos me seguían.
Pasadas unas horas de trayecto la pendiente empezó a aumentar; nos acercábamos al cinturón rocoso, a la barrera natural que separaba los glaciares de nuestra salvación. Cuando Shackleton llegó a este punto le sorprendió la altura de la ladera sur de Breakingwind y se asustó. Pero escuchó a lo lejos el ruido de la estación ballenera de Stromness y obnubilado por el primer sonido de civilización que había escuchado en los últimos tres años, se dejó arrastrar por la emoción y se lanzó ladera abajo, rodando hasta que la pendiente disminuyó. Una vez más Shackleton volvió a nacer. Durante la caída perdió varios objetos vitales, entre los que estaba una pequeña estufa Primus, que aún hoy sigue sin aparecer.
La niebla me impedía tener suficiente visibilidad desde arriba como para calcular la inclinación de la ladera. Así que bajamos unos largos con ayuda de la cuerda y poco a poco fuimos perdiendo altura.
Poco más abajo me acordé que Shackleton y sus compañeros encontraron un último obstáculo que superar muy cerca de la costa, una cascada de agua helada. Estaba oscureciendo, así que dejé mi packraft con mis compañeros para moverme más rápido, me subí a una loma y pude ver una lengua glaciar que bajaba directa hacia la bahía. Regresé y emprendimos la marcha.
Cuando ya estábamos a punto de abandonar el glaciar nos encontramos un nuevo resalte rocoso de en torno a 20m. Pensé en destreparlo, pero ya era de noche cerrada, estábamos exhaustos, empapados y muy cargados. Así que volví a montar la cuerda, descolgué a mis compañeros, bajé con mucho cuidado y continuamos todos juntos.
Minutos más tarde pisábamos hierba. Los sonidos de las focas y los pingüinos se empezaron a intensificar y el fuerte olor a estiércol inundó nuestra pituitaria, totalmente insensibilizada por los días de estancia en el hielo. Ignacio se adelantó y de repente lo escuché decir: ¡chicos estamos en la playa! Después de todo lo que habíamos pasado, lo primero que me vino a la cabeza al escucharle fue pensar que las dificultades son sólo cosas que hay que superar.
Llegamos a la playa lloviendo, pisando estiércol, humedecidos hasta el tuétano y en una oscuridad absoluta. Estábamos en uno de los lugares más inhóspitos y desoladores que he conocido, pero bajábamos de un terreno más extremo aún, así que estar de nuevo junto al mar fue como llegar a la mejor playa del Caribe.
Decidimos acampar, pues de noche, con oleaje y con el agua del mar a 2ºC hubiera sido muy arriesgado salir con la embarcación inflable. A la mañana siguiente llegamos al barco; esos pequeños dieciocho metros que un mes antes me parecieron una cáscara de nuez, se convirtieron en el mejor de los hogares en el que recibir cobijo. Me puse ropa seca, tomé sopa caliente y me retiré a descansar. Reflexioné sobre lo maltrechos que terminamos esta travesía Shackleton y lo a punto que estuvimos de no volver. Sin duda la perseverancia y la voluntad de vivir de todos nos facilitaron el camino para terminar ilesos.
Una vez más la montaña ha marcado sus pautas y aunque no haya cumplido con todos los propósitos, sí lo he hecho con la mayoría. Por eso al finalizar el viaje tuve de nuevo esa intima sensación de plenitud que da el saber que hice lo que tenía que hacer.
Dedicamos los últimos días a conocer la cara amable de este santuario para la vida austral que algunos llaman el Serengueti del Sur y visitamos algunas colonias de pingüinos, focas y elefantes marinos.
Empezamos en Grytviken, antiguo puerto ballenero. Allí, desde 1904 hasta 1964, más de 54.000 cetáceos fueron sacrificados, descuartizados y procesados (175.000 capturas entre todos los puertos de las Georgias del Sur). En los aledaños de estos edificios, queda multitud de chatarra oxidada, enormes moles de hojalata que sirvieron como depósitos, barcos abandonados, arpones desparramados por la playa y un sinfín de artilugios que son el testimonio de una época reciente en la que se devastó estos mares y se llevó al borde de la extinción a varias especies de ballena, aún en fase de recuperación.
Quizás la visita más conmovedora fue al pequeño cementerio que hay a las afueras de Grytviken. Sir Ernest Shackleton había fondeado en la bahía camino al que hubiera sido su cuarto viaje a la Antártida en 1922. Repentinamente una dolencia coronaria derivó en infarto y casualidades de la vida, falleció en la tierra en la que tantas pasiones vivió. Sus restos mortales se llevaron hasta Montevideo para recibir las honras fúnebres. La intención era trasladar el cadáver hasta su Irlanda natal y darle sepultura. Pero Shackleton fue llevado de nuevo a las Georgias por expreso deseo de su esposa, para ser enterrado en el lugar donde más feliz había sido.
Frank Wild, su segundo de abordo y siempre leal compañero de aventuras vivió veinte años más en Sudáfrica y allí falleció en el olvido. Su familia decidió trasladar las cenizas junto a las de Shackleton y hoy descansan juntos en su último y eterno viaje. En su epitafio se puede leer: “la mano derecha de Shackleton”.
Al día siguiente nos pusimos en marcha con la ilusión de ver el Pingüino Rey y navegamos hasta la Bahía de St. Andrews donde se encuentra la mayor colonia del mundo, con más de 250.000 parejas reproductoras. Por su estética, colorido y carácter, está entre los animales que más me han hechizado.
Como ocurre con las grandes obras pictóricas, las grandes aventuras no son ni la oscuridad absoluta, ni la luz plena, sino la perfecta combinación de ambas. Esta expedición ha sido más bien un claroscuro, como la vida misma, donde el verdadero arte ha estado en conseguir el equilibrio entre el deseo y la satisfacción para obtener un resultado pictórico más real y agradecido. Sin duda, me tocó asumir buena parte del trabajo de liderazgo y guiado de esta expedición, pero quiero terminar agradeciendo a mis compañeros su actitud de plena y absoluta confianza, así como de entrega total para poder salvar las dificultades que nos encontramos en las Georgias del Sur, especialmente al enorme trabajo que desarrolló Ignacio de Zuluaga, quien puso en práctica mucho de lo aprendido en sus expediciones junto a Alex Txikon.